Martín Guzmán es un adicto a las transferencias. Tal vez no por convicción. Pero sí por necesidad. 

Donde surge una necesidad, rápido de reflejos él lanza un bono. 

Rápido de reflejos pero escaso de stocks y de flujos, sin fondos acumulados y sin suficientes ingresos esperados. 

Entonces traza una tangente y dice “no aumenta los impuestos”. No. Es que lo que aumentaron de manera inesperada son una “renta” y él dice que las quiere gravar. Como mínimo es lógica inesperada. ¿Con respecto a qué una renta es inesperada? Sarasa (perdón, vecinos de Colón). ¿Qué? No hay respuesta. 

Una economía sin sorpresas es una en la que el día 1 del año todos saben los impuestos de, por lo menos, los 364 días restantes del año. Una con certidumbre es la que garantiza que la estructura tributaria, buena o mala, no cambiará, salvo luego de un largo debate técnico y político y un período de adaptación para empezar a cobrarlo. 

Ejemplo. En 1974 se sancionó el IVA, pero con vigencia a partir de 1975. Se empezó técnicamente en 1966 y se incorporó a las “Coincidencias de 1973”. Lo que se hace con tiempo, dura y sirve. 

Las improntas alocadas, por ejemplo, el “impuesto al cheque” se hizo por desesperación. Recauda. ¿Pero sirve? Un incentivo a vivir en negro. 

El inventor de ese engendro pertenece a la secta de Guzmán: los “tristes” que anunciaba Galiani en el Siglo XVIII. Aquellos que no piensan en las dimensiones del tiempo y del espacio, sino sólo en las medidas urgentes y nunca en las consecuencias. 

Una de esas estrategias de la urgencia, aplicada a rabiar, en los últimos años es la de “las transferencias”. 

La sacó de un lado y la pongo en el otro. Sin medir las consecuencias. Ni de lo que pongo ni de lo que saco. 

Ejemplos. Las jubilaciones por discapacidad son parte de los pagos por transferencia. En el campo de la seguridad social son un avance extraordinario. Bien común. Principio de solidaridad. 

Esa discapacidad debe ser certificada y otorgado el beneficio para todos los que lo necesiten. 

En los últimos años hubo una explosión cuantitativa de esas “jubilaciones”. Hay indicios de abusos. 

Un consenso honesto de la política –los beneficiarios, sean merecedores o no, representan un número millonario a multiplicar por 13 montos unitarios de jubilaciones por año– exige análisis de todos y cada uno de los beneficios otorgados. 

El beneficio mal otorgado es un delito y un ejemplo espantoso para el resto de la comunidad que conoce, si lo hay, el caso del abuso.

Estamos hablando de mucho dinero que bien puede estar estupendamente invertido en el intento social de compensar esas discapacidades o invalidez, pero que no sería extraño que algunos de los que están recibiendo esas ayudas no haya razón para que se la estemos escatimando al que sí la necesita en el reino de la escases.

De la misma manera cabe un análisis de las condiciones económicas de todos aquellos que han recibido el beneficio jubilatorio sin haber realizado aportes previsionales.

Nadie puede discutir el derecho a que, en el Estado de Bienestar, llegada la edad legal del retiro, reciban una “jubilación” hayan estado la mayor parte del tiempo de su trabajo sin aportar o toda su vida de trabajo sin aportar.

Ese trabajador habría estado desamparado de las leyes y de la seguridad social toda su vida laboral; y es obvio que el mínimo deber del Estado, que lo descuidó durante su trayectoria, es garantizar ese mínimo para esos años difíciles. Fuera de toda discusión.

Pero no hay evidencia de que todos los que no aportaron, a lo largo de su vida, hayan trabajado. Hay muchas personas que no han aportado porque, a lo largo de su vida, no han trabajado por un salario; y no lo hicieron porque no lo han necesitado. Es enorme la probabilidad que, por su situación patrimonial presente, no necesiten de esa ayuda del Estado, de esas transferencias, para poder tener esos recursos mínimos. ¿Nos entendemos?

Naturalmente estas personas que han hecho uso legítimamente de un derecho que no requirió, para recibir el beneficio, de una prueba de “necesidad económica” hoy legalmente tiene ese “derecho adquirido”. Hay estimaciones de hasta 2 millones de beneficiarios que por sus condiciones patrimoniales actuales no los hacen acreedores de una “protección” y que, a lo largo de su vida, no necesitaron ser asalariados ni en blanco ni en negro.

Hay maneras, sin violar derechos adquiridos, de lograr la suspensión de esos pagos. No es aquí el lugar para desarrollar esos métodos. Pero existen.

Pero al igual que es una prioridad moral (y económica) formar las comisiones que revisen la condición personal de los beneficiarios de jubilaciones por discapacidad o invalidez; también es una prioridad moral (y económica) revisar esas condiciones personales en los jubilados sin aportes.

El error actual, si existe en las dimensiones que algunos especialistas lo han estimado, es suficientemente grande como para invertir tiempo, voluntad y recursos, para revertir esas situaciones que podrían –basado en algunas estimaciones– sumar cifras del orden de los $300.000 millones por año.

En la misma dimensión se ubica el necesario empadronamiento de la totalidad de los beneficiarios de distintos planes y programas sociales.

La política de sostener un mínimo de recursos para evitar que el 30-40% de nuestros habitantes viva en condiciones de pobreza, objetivamente, ha fracasado.

El porcentaje de pobreza sigue siendo escandaloso. Los planes no alcanzan. No sólo no son un instrumento de transformación -y además son uno de consolidación de la pobreza- sino que tampoco la evitan. La pobreza ahí está. Es cierto que si estos planes no estuvieran el problema sería peor. Ni pensarlo.

Pero, ¿la distribución de esa masa de recursos está registrada, hay un seguimiento de modo de asegurarnos que todos los que lo necesitan lo reciben y cerciorarnos que todos reciben hasta un tope o que algunos se escapan del control y convierten la ayuda en un incentivo sistémico?

Días pasados en La Nación una nota concluyó que existía la posibilidad que un solo beneficiario o una familia tipo, estuviera percibiendo –en conjunto– el equivalente de más de dos canastas mensuales sin contraprestación equivalente.

Además de los problemas de largo plazo que esa estrategia genera, aunque fuera administrada sin fisuras, estamos en el riesgo de incentivos perversos. Nadie cree que la de los planes sea la salida de la pobreza.

Pero como consecuencia de no tener ninguna estrategia de largo plazo sobre la pobreza, el encadenamiento de las medidas de corto plazo para los beneficiarios tiene un costo creciente, sin resultados a vista, para la trama social y para el desarrollo. Es evidente.

No todo es lo mismo. Habría engaño si la invalidez o la discapacidad no es cierta, habría abuso del sistema si la jubilación sin aportes se tramitó sin haber trabajado y estar en situación económica que torna la jubilación innecesaria («con eso le pago a la mucama»). El caso de los planes es de otro orden. Son una reparación social mínima. Pero si no van paralelos a la transformación liberadora, entonces se convierten en una trampa sistémica.

Todos estos temas requieren de un Estado autocrítico. Existe una Auditoría General de la Nación y en la página Web dice textualmente “es el organismo que asiste técnicamente al Congreso de la Nación en el control del Estado de las cuentas del sector público”.

Todos estas transferencias son parte de las cuentas del sector público. Y lo que estamos señalando es la imprescindible necesidad de una auditoria acerca de ellas.

¿Dónde va esa masa enorme de dinero? ¿Lo sabemos? ¿Sabemos de la invalidez? ¿De la relación entre beneficios basados en “el previo trabajo informal al margen de la ley” y los beneficiarios?

Un país, como señalaba Carlos Nino, no puede vivir al margen de la ley, pero no hay gasto público que razonablemente pueda ocurrir, a lo largo de los años, siendo evidente su crecimiento y su bajo rendimiento social, sin una auditoría.

Lo mismo ocurre con los subsidios energéticos y de transporte: en realidad, básicamente las tarifas del AMBA. Son mínimas respecto de las tarifas de los mismos servicios del resto del país.

Muchos usuarios de energía del AMBA pagan por la electricidad y el gas muchísimo menos que el servicio de Internet, televisión, telefonía celular de todos los miembros de la familia. Es fácil saberlo.

No es razonable que haya una defensa de lo que así expuesto -caro fuera del AMBA y barato dentro de ella donde hay acceso al cable, Internet y muchos celus– suena a una distribución regresiva del ingreso sostenida por el Estado de Bienestar. Está mal.

No hay soluciones baratas. Pero las hay más eficientes que son las que hace sensatas a las políticas. Subsidio a la demanda. Subsidio al que lo necesita. Nada hay que inventar.

Por ejemplo la tarjeta Sube identificada con el DNI es una revolución digital para los subsidios a la energía y el transporte. Lo demás es auditar.

La estrategia de subsidios a la marchanta se entiende en medio de la crisis, pero hace 20 años (todos los gobiernos) caminan por la misma ruta y en la misma dirección: la pobreza no disminuye y el empleo no aumenta.

Las transferencias son la mayor parte del gasto público y como todos sabemos las transferencias no son valor agregado.

La política económica es el arte de hacer que una economía cada día agregue más valor.

El crecimiento es el crecimiento del valor agregado. Y ese es el norte de una política económica.

Justamente la necesidad de montar una creciente estrategia de un Estado especializado en pagos de transferencias (no el régimen normal) es la consecuencia de un Estado incapaz de generar una política de crecimiento del valor agregado.

A menos valor agregado más transferencias, muchas necesarias que acusan esa falla central y otras que, como tenemos que investigar, son como mínimo ineficientes.

La lógica inesperada es creer que las transferencias así administradas ayuden a agregar valor. Triste.

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