La foto del barómetro de la opinión pública de Poliarquía impacta. En una escala que va de 1 a 7, la administración Fernández hoy se ubica en 3, en el límite entre la zona de competencia y la de crisis. Por cierto, en un área de descenso alejada de aquellos tiempos dónde Néstor Kirchner se daba el lujo de juguetear con el latiguillo “pingüino o pingüina”.
No obstante, vale decir en beneficio de todos sus sucesores, que al difunto expresidente le tocó vivir tiempos inéditos, que serán difícilmente reproducibles por varios lustros o décadas. Tanto en el plano económico como político.
- En primer término, su administración heredó la absolutamente desconocida estabilidad de precios de la década menemista, una rara avis experimentada sólo en algunos pocos años guardados en el arcón de los recuerdos de la segunda mitad del Siglo XX: 1953, 1954 y 1969.
- En segundo término, la gestión Duhalde emergente de la Asamblea Legislativa de 2001, otro evento prolijamente omitido en el relato oficial de “la década ganada”, encaró el trabajo sucio de desarticular el andamiaje de un sistema económico con predominio de contratos dolarizados. En particular, la pesificación asimétrica implicó un jubileo de deudas para muchas empresas y particulares que facilitó cebar la economía con enorme velocidad.
- Por último, un ciclo alcista en el precio de las commodities que inyectaba dólares en una economía con alto desempleo, pero que desconocía el flagelo de la inflación al punto de que, a la salida de la convertibilidad, sólo hubo un fogonazo inflacionario en abril de 2002 con tendencia a la baja inmediata que se terminaría reflejando en 2003 con un repliegue a 4% anual. Una Argentina normal en parámetros internacionales.
Con la combinación de esos tres factores, la administración Kirchner terminaría construyendo una fortaleza macroeconómica también inaudita para nuestro país: un récord de cuatro años con superávit fiscal que Argentina no había experimentado en seis décadas.
Tal como ocurrió con la inflación, sólo teníamos el vago recuerdo de algunos años sueltos apenas con arrime al equilibrio fiscal: 1968, 1969 y 1994. Efímero.
En tal sentido, la economía fue un factor de inestabilidad política permanente en la historia argentina donde las fantasías de continuidad de tal o cual régimen político siempre giraron alrededor de poder meterse al mar en el esquivo ciclo alcista de la ola. Si me dan a elegir un evento económico decisivo de nuestra joven historia democrática, elijo sin lugar a dudas la convertibilidad. Fue un esquema monetario que aportó una estabilidad política determinante no solo para quien la pergeñó, sino también para quien terminó organizando sus esquirlas en un también ganador 3 a 1.
En tal aspecto, el sistema monetario menemista siguió aportando alegrías a la política por varios años allende el Big Bang de 2001. Vale aclarar, con el auxilio de algún módico componente distributivo como los aumentos salariales por decreto concedidos a lo largo de la administración duhaldista y kirchnerista.
Hasta que algún nuevo proyecto demuestre lo contrario
Kirchner fue a las elecciones de 2003 con un dólar cotizando a $2,8, su por entonces esposa Cristina Kirchner en 2007 con un dólar cotizando a $3,1, mientras que ya como viuda se presentó a su reelección en 2011 con la divisa norteamericana cotizando en $4,2, es decir, con un peso argentino devaluándose a un ritmo anual de 6,25% entre ambos extremos, de 2003 a 2011. Sí, aunque usted no lo crea, Argentina funcionó por una década, los “malditos 90”, con la paz cambiaria de los sepulcros, el 1 a 1 y, por una década más, con una versión casi aproximada a ella, con un sistema de muy suaves devaluaciones.
Ese esquema económico con profundas implicancias políticas ya estaba roto para el proceso electoral de 2015 donde Daniel Scioli fue a la primera vuelta versus Mauricio Macri con un dólar oficial a $9,5 pero con un “blue” pisando los $16,1, o sea, una brecha de 40% entre la cotización de uno y de otro.
En tal sentido, el proceso electoral de 2021 sólo representó una profundización de ese desvío, con un dólar oficial cotizando a $83,2 a la fecha del comicio y la realidad de los arbolitos de la calle Florida cantando a viva voz $178, es decir, una brecha del 72% entre una cotización y la otra, 32% por arriba del oasis comparativo de 2015.
Una nueva normalidad cambiaria donde el desvío fue equivalente al actual, el 72% que separa la diferencia entre los $118 oficiales y los $205 de la calle que, por supuesto, hoy nadie se anima a sostener como pronóstico a futuro, una vez que se hayan evaporado los ingresos inéditos por exportaciones agropecuarias según estimación de Alphacast.
Vale decir, si con este récord absoluto de ventas del complejo agroexportador desde el año 2005, la administración Fernández no fue capaz de unificar el mercado cambiario alrededor de un esquema no solo económicamente sino políticamente ganador como la convertibilidad en su versión original menemista o kirchnerista, está claro que esta misión básica de cualquier administración exitosa le quedará a un próximo proyecto político dispuesto a pagar los costos que no se animó a abordar tanto el kirchnerismo tardío como el macrismo ilusionado con un sistema de correcciones macroeconómicas mágicas.
En la medida en que ello no ocurra, sea por la incapacidad del gobierno para diseñar un nuevo rumbo o simplemente por la imposibilidad de encontrar un evento disruptivo como en su oportunidad fue la hiperinflación de 1989 o el Big Bang de 2001, nuestro país volverá a la nueva vieja normalidad no tan habitual para cincuentones como yo que experimentaron, muy excepcionalmente, proyectos políticos relativamente exitosos con chances ciertas de triunfar en primera vuelta a partir de la curiosa regla de balotaje argentina implementada por la reforma constitucional de 1994.
Fuera del terreno simplemente especulativo, lo que podemos dar por seguro a la fecha es que, en el mejor de los casos, vamos hacia un proceso electoral en 2023 con un gobierno de mayor impopularidad que el anterior, con una brecha cambiaria equivalente, con remotas chances de victoria y donde el recambio pasará a convertirse en la nueva vieja normalidad de esta Argentina de proyectos políticos efímeros y malogrados.
El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional. Hasta que algún nuevo proyecto político demuestre lo contrario.