Desde que uno empieza a peinar canas se hace más viva la fantasía de conocer en Chile algún descendiente directo de Salvador Allende que subvierta su famosa frase sobre ser joven y revolucionario, y se refiera, con el mismo tesón que el socialista, a ser viejo y conservador. No combinar esos elementos, coincidirían los Allende’s, es “una contradicción hasta biológica”. Siempre haciendo la salvedad, guiño a los intelectuales de las humanidades, de que las ideas de “juventud” y “vejez” también pueden pensarse sin referenciar una etapa biológica, sino más bien una construcción socio-psico-cosmo-biológica.
Y entonces, pasados los años, uno se pregunta por el mercado intentando un ejercicio de aceptación resignada. El mercado existe, igual que dios, y no es “malo” en esencia, porque puede no ser evaluado en términos morales sino estructurales. El mercado tanto como dios son elementos constitutivos de la sociedad. Reconocerlo, al menos como principio organizativo de una [nuestra] época, no nos vuelve ni capitalistas ni monoteístas.
Evitemos decir que el mercado es malo, pero también que es bueno. Está fuera de juicio moral. Lo que podemos hacer es reflexionar cómo funciona, cómo los seres humanos lo hacemos funcionar y cómo eso trae consecuencias degradantes para el planeta y para nosotros mismos, mostrando la bobera de nuestra Era como especie dominante de la Tierra, con el perdón del anti-especisimo militante y en involuntario favor al activismo sapiens-centrista.Decíamos, el mercado no es ni bueno ni malo, simplemente funciona estimulando los intercambios, una condición de las sociedades complejas, a saber, con división social del trabajo entre muchas otras cosas -otro guiño para usted, amigx intelectual-. Sin ofender a los estudiosos del marxismo, me limito a traer a colación al buen Karl y su análisis de las formas del capital y el desarrollo de los modos de intercambio hasta llegar al equivalente general por excelencia: el dinero.
La sofisticación del absurdo, eso que nos caracteriza como especie dominante, nos ha llevado a que el valor del dinero sea más importante que el valor que el dinero le asigna a las cosas que tienen un uso concreto. El “valor de uso” del dinero, su utilidad, es asignar valor. Eso le basta para valer más o menos. Bretoon Woods mediante, el cambio del patrón-oro al patrón-moneda, esa monetarización del mercado fue un elemento clave para arribar a las actuales preguntas financieras por excelencia: ¿quién determina cuánto vale el dinero? ¿cuánto vale cada tipo de moneda (el peso, el dólar, el euro, el bolívar, etc.)? Y, como si de dios se tratase, la respuesta no puede ser otra: el mercado.
Triste es la noticia, como ocurre con dios cuando se descubre al vaticano, de que atrás del “mercado”, o más bien en sus mismísimas entrañas, hay humanitos. Algunos que tienen dinero y lo invierten en especulaciones bursátiles, otros que se inclinan por las criptomonedas -energía minada en bits-, los clásicos en los bancos o en los mismísimos y retrógrados oro y plata -los Gold y Silver Bug- y los más aventurados en las calles, como traders, cueveros o arbolitos, según el lugar del mundo en el que hayan caído en suerte.
Esos humanitos, embebidos en las lógicas financieras ven en el agiotaje una forma completamente legítima de especular sobre el valor, sobre el dinero, sobre el valor del dinero. No se salva nada ni nadie, hasta las semillas y los alimentos caen en la volteada de la especulación. El fetichismo de la mercancía dinero. Algunos de esos humanitos tienden el puente entre lo político y las finanzas, por sólo citar un ejemplo, ciertos venezolanos radicados en los United States que a través de sitios web van manipulando el pulso de la devaluación del bolívar. Los climas sociales y gubernamentales afectan el humor del mercado.
Por si algo hacía falta a esta ficcionalización de la vida representada en que gran parte de nuestras economías se sintetice en liquidez y especulación, y no en recursos o cosas tangibles, se añade el entorno virtual. Y no me refiero a las ya mencionadas criptomonedas, ensayadas incluso por gobiernos como el citado caso venezolano que incurrió en el Petró, sino también la venta del derecho sobre un espacio representado-difundido en el espacio virtual. Hoy en día, y con esto cerramos esta crónica de la decadencia humana, se pude comprar una casa a nivel virtual para que, si alguna vez esa casa la alquila un influencer que transmite desde allí sus videos, parte de sus retornos sean de quien es propietario de la virtualización que ocurre desde ese espacio físico específico. Guau. Quédese tranquilo, anti-especista, vamos camino a la extinción.