Recientemente el escándalo conocido como el Pfizer Gate, que surgió luego de las declaraciones de una directiva del laboratorio farmacéutico en relación con su vacuna contra el SARS-CoV-2 para la prevención de la COVID (no se estudió el producto experimental en cuanto a su capacidad de cortar la transmisión), en respuesta a la pregunta de un diputado europeo en el marco de las audiciones organizadas por la Comisión Especial del Parlamento Europeo sobre la COVID*, ha revelado para quienes aún no se daban por enterados, la ridiculez e invalidez de la implantación de los pases sanitarios y vacunales, en cuanto a su capacidad de frenar justamente la circulación del virus implicado en la enfermedad.
Los no infectados (individuos sanos) fueron estigmatizados desde el inicio de la pandemia con confinamientos cuya eficacia no ha sido comprobada, muy por el contrario, expertos independientes ya anunciaban que no era la forma de confrontar el problema (por ejemplo, el profesor John Ioannidis, epidemiólogo y matemático, investigador de la Universidad de Stanford, quien luego demostró que las medidas llamadas NPIs -Non Pharmaceutical Interventions-, como los lockdowns, no sólo no fueron tan efectivas, sino que fueron más nocivas aún que la propia COVID en consecuencias sanitarias y económicas como preconizaba al inicio de la pandemia).
Luego le tocó el turno a los no vacunados, de ser considerados pestíferos circulantes, sin ninguna empatía con la sociedad, y esto en boca no de legos en la materia, sino de supuestos expertos que plasmaron las horas y días en los medios masivos de comunicación, cuando se contabilizaban los miles de muertos e infectados por el SARS-CoV-2 (tener en cuenta además la forma de testear con tests RT-PCR sin nunca mencionar a cuántos ciclos de amplificación y si había confirmación de positivos con cultivo celular, como se ha realizado en centros especializados que trabajaron con seriedad en la pandemia, por ejemplo, el IHU -Institut Hospitalier Universitaire- Méditerranée Infection de Marsella en Francia).
En las instancias políticas también se observó el mismo enceguecimiento, suponemos en base a la ignorancia, para no pensar mal, y así hemos visto aparecer aquí en nuestro país y en nuestra provincia, proyectos de vacunación obligatoria casa por casa con un producto experimental, y no sólo proyectos sino también la implementación del pase COVID, que a diferencia de otros países, era simplemente un pase que se obtenía con la aplicación de las dosis exigidas del producto experimental, o la obligatoriedad de vacunarse para trabajar y realizar trámites en ciertas administraciones públicas, o para ingresar a eventos con público.
El escándalo Pfizer, otro más de los que esta Big Pharma cuenta en el haber, ha puesto en la boca de todos que las vacunas COVID no impiden la transmisión, lo cual ya se conocía, e incluso aquí hemos mencionado el concepto desconocido por estos lares, de las leaky vaccines, es decir vacunas que previenen, supuestamente, la enfermedad grave o la muerte, pero que no cortan la cadena de transmisión, puesto que los individuos vacunados, pueden infectarse y contagiar. Sin embargo, el dogma en los medios y en la clase política en general era que este instrumento vacunal era el solo remedio para terminar con la plaga. Y no fue así, y las estadísticas de los países más vacunados contradicen los armados teológicos de la doxa oficial. Donde más se vacunó, más olas hubo, más circuló el virus, con pase y todo, lo cual implica que más que un filtro el tal instrumento administrativo fue un colador puesto que los mismos vacunados se infectaban y contagiaban…
A estas alturas de la ciencia del siglo XXI cabe preguntarse porqué los conceptos de los mejores expertos mundiales independientes fueron dejados de lado en cuanto a los métodos efectivos a ser aplicados en tales circunstancias.
Más allá de los intereses financieros, económicos y estratégicos para invadir el mercado con productos experimentales jamás probados a tal escala, creando un ambiente permeable (en Europa por ejemplo, en cuanto a la flexibilización de regulaciones para los productos OGM -Organismos Genéticamente Modificados- o MGM -Microorganismos Géneticamente Modificados- como ocurrió con el Reglamento 2020/1043), hay que bucear en cuáles son las bases y los actores de este frenetismo que instaló una doxa inexpugnable a base de principios no racionales, multiplicados por los gobiernos y los medios masivos de comunicación.
De acuerdo con el documento de Jacob Levich**, el concepto de Global Health Gobernance -GHG- fue articulado por primera vez en el hemisferio occidental en los tempranos 90, reflejando la confianza del gobierno norteamericano de que la caída de la Unión Soviética estaba a punto de marcar el comienzo de un mundo unipolar dominado por los intereses de USA. El concepto de “nuevo orden mundial” encontró su correlato con el de “gobernanza global”, que describía un régimen transnacional vagamente definido dirigido por USA y compuesto por instituciones públicas (Naciones Unidas, Banco Mundial, OTAN, International Criminal Court, etc.) y privadas (multinacionales, fundaciones, Organismos No Gubernamentales, etc.). En 2002, coincidiendo con la guerra global de USA contra el terrorismo, el concepto de GHG rápidamente se instaló en la agenda pública sanitaria mundial. La gobernanza sanitaria mundial puede ser definida simplemente como el uso de instituciones, reglas y procesos formales y no formales, por los estados, organizaciones intergubernamentales, y actores no estatales para enfrentar con eficacia los desafíos a la salud que requieran acción colectiva transfronteriza.
Un ejemplo que menciona el autor son las operaciones efectuadas en la crisis sanitaria provocada por el virus Ébola en África. En efecto, al recorrer el relato de cómo se instaló el tema en los medios de comunicación, nos recuerda lo ocurrido con la pandemia COVID, claro que a mayor escala. En el documento mencionado se especifica cómo fue explotada esta epidemia por Ébola para introducir una justificación y un marco quasi-legal para la ejecución de la gobernanza sanitaria global militarizada, como en efecto lo fue, sentando las bases de un cheque en blanco para futuras operaciones en el mundo subdesarrollado, de operaciones militares en el caso de cualquier otra crisis (sanitaria, pobreza, cambio climático).
La intervención de la Fundación Gates en esta crisis, según el autor, le permitió avanzar en 2014 con un eje central de su agenda GHG: el reemplazo de sistemas de salud nacionales por consorcios públicos – privados supranacionales. Así se obtuvieron las aprobaciones de emergencia (OMS -Organización Mundial de la Salud-) para la recolección a gran escala de sangre y plasma de enfermos (aunque el proyecto no obtuvo beneficios terapéuticos de ello), y un antiviral controversial (brincidofovir) obtuvo la aprobación (OMS) para ensayos a gran escala en África Occidental y una exención de emergencia de la FDA -Food and Drug Administration-. La suspensión por la emergencia de los protocolos de seguridad en los ensayos, por parte de la OMS, abrió la puerta para pruebas de drogas a mayor escala. También se estableció un sistema para facilitar las comunicaciones entre los trabajadores sanitarios y sus managers y organizaciones remotas (primer paso hacia la conformación de una red de vigilancia sanitaria global).
En marzo 2015 la fundación tomó una participación de 52.000.000 USD en CureVac, una empresa farmacéutica privada involucrada en el desarrollo de vacunas desarrolladas genéticamente (ARNm). Por primera vez tendría un beneficio directo en el éxito de un negocio farmacéutico comercial, lo cual, llamativamente, no despertó ninguna intriga en relación con ese conflicto de intereses.
Lo que se ha vivido con la COVID no deja de asemejarse a esta situación, en la cual, entre otras coincidencias, se ha observado que la Big Philanthropy a este nivel suscribe, según las palabras del autor, iniciativas verticales potencialmente rentables a las corporaciones transnacionales occidentales, por ejemplo vacunas y otros productos farmacéuticos, en lugar de apoyar atención primaria y el fortalecimiento de los sistemas nacionales de salud. Son los impuestos de los pobres los que financian drogas y otros productos básicos para el cuidado de la salud producidos por las multinacionales. Y por ello, no se trata aquí de una GHG sino de un GHI disfrazado.