Abrazo, gritalo, lloralo. Somos campeones del mundo en la final más apasionante de la historia. En la final que nadie puede imaginar. Somos campeones del mundo a pesar de Mbappé. Somos campeones del mundo y ya habrá tiempo para analizar si había que sufrir tanto. ¡Que importa ahora! ¡Qué más da! Ahí está el enorme Dibu Martínez, ahí está el cantito de todos con todos, los abrazos entre millones de argentinos. Desde Qatar a La Quiaca. De norte a sur y de este a oeste del planeta. Porque si todos querían que ganara Messi, lo ganó. Si todos soñaban que esta final era la chance de salir de 36 años de espera, se salió. Somos campeones del mundo porque jugamos mejor la final. Incluso con el riesgo de haberla perdido.
Pero, ¿por qué ganó el partido Argentina? Cosas claras desde el primer minuto de juego. Argentina apostaría a Di María siempre abierto por izquierda, a mandar el partido para ese sector intentando que no llegue la pelota a Mbappé, de hecho Molina no se proyectaría. Con Julián Alvarez resignando esas corridas a los centrales y enfocado más en Tchouameni, al que lo molestó tanto que lo hizo desaparecer del primer tiempo. Con un Enzo Fernández y De Paul tácticamente impecables, ganando la segunda jugada, ordenando a todos. Por dónde tiene que salir la jugada, por dónde debe continuar. Centrales impenetrables, a tal punto que obligaron a Deschamps a reemplazar a los 40 nada menos que a Giroud, el goleador histórico de Francia.
Y Messi jugando de Messi. Recibiendo en lugares que nadie se atreve y resolviendo como sólo él sabe. Porque una de las tantas diferencias entre un el mejor de todos y el resto es que intenta jugadas que nadie intenta, ve pases de espaldas como en el inicio del segundo gol que nadie ve. Cuando son otros los pies que deciden el juego, más allá de un buen o mejor pase, la idea inesperada, el camino para avanzar que nadie ve, la salida al laberinto de piernas rivales, la llave de todas las puertas las tiene Leo.
Con una presión a partir de mitad de cancha alcanzó para empezar a generar errores en la salida francesa. Era una debilidad del campeón del mundo y Argentina le metió el dedo en la herida. Fue sobre los que más erran como Koundé, como Rabiot y entonces no salían nunca limpio. En una de esas forzadas, De Paul (¡cuánto corazón e inteligencia táctica!) anticipó, se asoció con el capitán, y el centro del volante le quedó a la deracha de Di María. Encima con la pelota picando, Fideo la colgó pero era una señal. Había espacios.
Espacios que Argentina no se encontró, los buscó. Y ese es el mérito de dejar clavado a Di María porque en cuanto ese uno contra uno que tiene explotara, llegaría lo que llegó. Dembelé se lo llevó puesto cuando Fideo, inteligente, recortaba hacia adentro luego de la gambeta sabiendo que la chance de que ocurriera lo que ocurrió era totalmente posible. Penal aunque Francia lo discuta las veces que quiera. No era el día que iba a fallar Messi. Y no falló.
Aún los equipos con la experiencia de un campeón del mundo entran en crisis. Griezmann no parecía el Griezmann del Mundial y Mbappé, literal, no tocaba la pelota. Argentina crecía y amagaba. Amagaba. Hasta que se dejó de amagues y armó un gol de esos que miraremos por le resto de nuestras vidas. Un golazo. Porque tuvo todo lo que resume al fútbol. Anticipo y corte, técnica individual para un pase imposible, visión para no trasladar y tocar, velocidad y solidaridad para asistir y clase para definir. Pasaran los años, los jugadores, quedará el golazo de Di María en el Lusail estadio.
Decir que una final se había convertido en baile puede sonar a exagerado. Pero la confirmación la hacía Deschamps rompiendo todo su esquema y sacando a dos de sus delanteros (Giroud y Dembelé) y corriendo a Mbappé para el medio pero el partido estaba armado de otro modo.
Ni siquiera el entretiempo los hizo reaccionar a los franceses que en el arranque vieron como Argentina tenía a Di María más suelto y junto con De Paul armaron una jugada que el derechazo del volante terminó en las manos de Lloris pero Argentina avisaba que la final estaba más para el tercero.
Pero se trata de una final y por más controlada se viera la historia, no poder liquidarlo genera incertidumbres. Porque lo tuvo Messi, porque lo tuvo Julián, porque lo tuvo Mac Allister en otro jugadón que Lloris, un arquerazo, cortó con los pies desde el piso y a la vez dio un pase.
Francia fue por la épica. Griezmann empezó a buscar la bocha más lejos para salir de la presión y metieron un par de desborde más amenazantes que realmente peligrosos. Pero territorialmente el juego pasó a estar en campo argentino. Incluso Mbappé tuvo una de las suyas enganchando de izquierda a derecha pero su tiro se fue a la tribuna. Fueron unos diez minutos en los que no había partido armado claramente. Así y todo, la Selección se la rebuscaba para llegar menos pero mejor y allí la conexión Mac Allister – Messi – Enzo tenían otra clara para darle aire al equipo.
A fuerza de velocidad y aprovechando una de las pocas desatenciones del equipo, Muoni corrió más que todos, más que Otamendi y el penal les dio la vida que no había que darle. Luego de tantas jugadas que Argentina desperdició, llegaron los peores cinco minutos con un Mbappé que no estaba jugando y definió como lo que es. Un animal.
Todo roto. Quedó todo roto. El golpazo anímico para la Selección había sido tremendo. Sin darle resultado el ingreso de Acuña por Di María, el equipo veía cómo no hay que dejarle ni un hilo de vida a rivales como Francia. Que en el final del partido hasta tuvo las oportunidades para definirlo. Estaba dicho, la eficacia francesa era capaz de todo.
Y ese zurdazo de Messi que sacó Lloris sobre el final era el final de la película. Pero salió muy al medio y entonces había que sufrir más con el suplementario. Ya no se jugaba, se sufría. ¿Cuántas chances más necesitaba la Selección? Francia bajó el pie del acelerador y, con los cambios demorados de Scaloni, Argentina tuvo dos oportunidades y tampoco pudo. El encuentro Messi – Martínez, que tras el cierre del defensor francés, Montiel le pegó con destino de ángulo y Varane la sacó con la cabeza. O ese pase de Acuña -lo mejor que hizo en el partido- para que Lautaro quedara mano a mano.
No importa cuántas, no importa. Porque finalmente llegó le desahogo. El gol de un Messi que parecía fuera del partido, cansado y molesto porque había perdido a pelota en la jugada previa al empate francés. Pero Argentina estaba mejor en el suplementario. No físicamente quizá, pero sí conceptualmente. Se metió de nuevo en el partido que tenía que jugar. Y pelear. Hasta que llegó el éxtasis recargado de ganar una final así con un gol de un Messi que no lo necesitaba para ser lo grande que es. Pero que si había que podía elevarlo aún era ganar el partido con un gol suyo. Los nervios eran tantos que hasta que el VAR no dio el OK, más de la mitad del estadio no quería gritarlo. Pero sí, había que gritarlo.
Duró poco. Estaba predestinado a que no se podía desatenderse ni un minuto y en una pelota perdida, un remate más quizá, la mano de Montiel le dio a Mbappé la chance de su hattick en un final espectacular para no ser ni francés ni argentino. De la tapada increíble, fenomenal de Dibu a una contra con Montiel desbordando y Lautaro perdiéndose el gol de su vida. Hasta la última, Mbappé amagó con hacerse más goleador de lo que fue.
Los penales serían la forma más infartante. Al que se le ocurrió como definición no tiene piedad. Pero si Dibu Martínez ataja para vos, sos campeón del mundo. Si Messi le pega como mejor del mundo. Si Dybala no duda, si Paredes asegura y si Montiel se gana el poster para toda su vida. Somos campeones del mundo, en primera persona, sí. Es el día para romper todos los manuales. Es el día en el que la película te tiene ahogado hasta el último instante para en un segundo, apenas un segundo, cambiarte la historia de tu vida.