La sociedad política que, en términos que sólo ellos conocen, fundaron Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández en mayo de 2019, se encuentra, en los hechos, disuelta. Las últimas dos semanas y la aprobación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional fueron demasiado para el vínculo que ambos habían jurado no volver a romper. En esas circunstancias, el Frente de Todos se volvió un entramado precario con un pronóstico de sobrevida sumamente delicado; los equilibristas que apuestan por una salida acordada son cada vez menos, en ambos campamentos. On the record todavía se habla de unidad pero cuando se apagan los micrófonos todos los análisis dan por entendido que tarde o temprano, pero siempre antes de las próximas elecciones, el quiebre va a consumarse.

El problema es que para las elecciones falta, en realidad, demasiado poco. La deriva errática del gobierno nacional estimula planes de desmarque en casi todas las provincias. La primera medida en cada uno de ellos es desdoblar los comicios para concentrarse en las batallas locales. Es probable que algunos distritos elijan sus autoridades tan pronto como en marzo del año que viene, lo que implica primarias en enero, campaña durante las fiestas, cierre de listas y de alianzas para la primavera, ahora en apenas seis meses. La dinámica política se encarga del resto: cada declaración, cada posteo en las redes sociales, resuenan como el tic y el tac de una bomba de tiempo que parece a punto de estallar pero tiene el reloj apagado. No hay forma de saber cuánto falta. Puede explotar de un momento a otro. Tic. Tac. Tic. Tac.

El extenso mensaje que insertó el senador Oscar Parrilli en las actas de la sesión del jueves pasado, en la que se aprobó la autorización para un nuevo programa con el FMI, fue confeccionado bajo la supervisión estricta de CFK. No cuesta encontrar en algunas líneas de ese documento el tono que podría tener una carta de la vicepresidenta si volviera a elegir el género epistolar. Es, hasta acá, la mejor fuente que tenemos para conocer lo que piensa. Sobre el rumbo económico del gobierno dice Parrilli que “ha dado claramente muy malos resultados” porque “no sirvió como ancla inflacionaria, tampoco se cerró la brecha cambiaria, las expectativas negativas y las presiones devaluatorias aún continúan”. La evaluación sobre la performance en esta materia es uno de los puntos en los cuales no hay coincidencia, pero de ninguna manera el único.

Otro reproche a Fernández pasa por las operaciones de prensa contra la vice que tienen origen en la Casa Rosada. La salida de Juan Pablo Biondi de su cargo formal como vocero presidencial no significó el final de su vínculo con el presidente ni de las estocadas contra ella en medios de prensa opositores, pero en el kirchnerismo ahora apuntan más arriba, mencionando con nombre propio a varios ministros del gobierno como los responsables directos de hacer circular noticias falsas que echan fuego a la interna. Esas sospechas en algunos casos están fundadas pero nadie puede jactarse de mear agua bendita: esta semana, cuando el secretario de Energía, Darío Martínez, decidió filtrar a la prensa una carta que golpeaba al ministro de Economía, Martín Guzmán, bajo su línea de flotación, no lo hizo a través de Tiempo Argentino ni de El Destape.

El tercero, más discutible, es la sospecha de un acercamiento, actual o eventual, entre Fernández y algunos sectores de Juntos por el Cambio. Ponen el foco, particularmente, en el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, el victimario perfecto. Independientemente de la veracidad sobre las especulaciones, parece improbable que ningún dirigente opositor se arrime al gobierno mientras se discute una agenda de suba de retenciones y mayores controles de la actividades económicas estratégicas, temas a los que la derecha le tiene alergia. Como corolario, en el kirchnerismo recelan de la convocatoria a una PASO para dirimir las candidaturas en 2023 porque consideran que el sector más cercano al presidente, después de una posible derrota en la interna, preferirían volver a acercarse a la derecha antes que en columnares detrás de CFK.

En la otra esquina, el presidente no se atreve, todavía, a pronunciar la palabra traición, pero casi. Entendía, aunque no compartía, la decisión de diferenciarse en un tema tan sensible como el acuerdo con el FMI absteniéndose de votarlo o faltando el día de su tratamiento. Pero no esperaba el desenlace, los votos en contra, los manifiestos criticando la política económica, las acusaciones solapadas que hubo algún tipo de participación del gobierno en el ataque al despacho de la vicepresidenta. El compromiso roto de no militar en contra de la ley: Máximo Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner se encargaron personalmente de torcer el sentido de por lo menos media docena de votos, que no pusieron en riesgo la aprobación del proyecto pero le dieron mayor volúmen a la rebelión, sobre todo en la cámara de Diputados.

A los cuestionamientos económicos, ahora desembozados, cerca del presidente responden explicando las circunstancias extraordinarias que atravesaron estos dos años y pico de mandato, desde la asunción en virtual default hasta la guerra en Ucrania, pasando por la pandemia de coronavirus. Todos esos argumentos son ciertos y atendibles pero se topan demasiado pronto con los errores no forzados del gobierno y la descalificadora incapacidad que tiene Fernández de satisfacer las expectativas puestas en él (ni de los propios que esperan que rompa ni de los ajenos que durante dos años conservaron la esperanza de que sea diferente) y de capitalizar políticamente ninguno de los logros que, a pesar de todo, se supo anotar en este tiempo, pero que pasaron sin dejar una marca y por lo tanto valen ahora lo mismo que nada.

Las voces en su entorno que le aconsejan quemar los puentes no son nuevas pero cada vez se oyen más fuerte. El argumento dialéctico es efectivo. Pone el peso de la culpa del quiebre en el otro bando y razona que, si en 2023 el kirchnerismo será un adversario electoral que construirá su identidad diferenciándose y atacando al gobierno del que todavía forman parte, aunque hace un tiempo hablen como si estuvieran afuera, entonces es aconsejable que dejen de gozar de los privilegios que les dan algunos de los despachos más importantes del Poder Ejecutivo, incluyendo las principales “cajas” del Estado, como ANSES y PAMI, y una herramienta política del calibre del ministerio del Interior. Como dicen en la Casa Rosada: “Si van a tirarnos piedras los próximos dos años por lo menos hay que dejar de financiarles las piedras”.

Da la sensación de que ambas partes se miden esperando que sea el otro el que cometa el desliz de precipitar el final, acaso con la ilusión de que se lleve la peor parte del costo político por la ruptura. Sería una estupidez. En el caso del presidente, porque ya prácticamente no le queda capital político para defender. A otro quizás sí, pero el rol de seducido y abandonado no va a hacerle ningún favor. La vicepresidenta, en tanto, no importa en qué circunstancias se rompa la alianza, será retratada por la narrativa enormemente predominante como la mala de la película y responsable de todas las penurias que resulten consecuencia de ese cisma, que no van a ser pocas, y de algunas otras, imaginarias, seguramente también. De cualquier manera, no hace falta esperar hasta el momento del impacto para evaluar un daño que ya está hecho.

En la superficie, el fenómeno puede verse en los dirigentes que históricamente fueron parte del kirchnerismo y no se alejaron en ningún momento entre 2003 y 2019 pero que ahora rechazan la estrategia política de CFK y La Cámpora. Agustín Rossi, Sergio Berni, Aníbal Fernández y hasta Daniel Scioli pueden contarse entre los de alto perfil, pero la situación se replica en segundas y terceras líneas. En los medios afines se escuchan críticas por parte de figuras que siempre fueron incondicionales. La militancia reclama una conducción más clara. Creer que ese ruido no tiene un correlato en la sociedad y que el sector conservará el año que viene el mismo apoyo electoral que en 2017, 2019 o incluso 2021, que estos dos años de cogobierno van a ser ignorados por los argentinos como un mal sueño o un trauma reprimido es un poco más que voluntarioso.

O no lo ven o no les importa. Entre los más intransigentes del armado alrededor de la vicepresidenta hay quienes consideran que en 2023 la elección presidencial está perdida y que el kirchnerismo debe concentrarse en retener la provincia de Buenos Aires para reconstruirse políticamente desde ahí. Si el plan suena familiar es porque nos trae war flashbacks de 2015, donde un cálculo similar terminó de la peor manera. Además, tiene algunos inconvenientes intrínsecos: un quiebre de los bloques del Frente de Todos dejaría la legislatura bonaerense en manos de Juntos por el Cambio, transformando los próximos dos años de gestión en un pantano, algo que recorta sustancialmente las chances de que Axel Kicillof reelija o, alternativamente, el candidato que elija CFK pueda tener posibilidades de conseguir un triunfo.

En el mismo sentido, el quiebre de la bancada oficialista en el Congreso podría sacar del freezer el proyecto de María Eugenia Vidal para reemplazar a Sergio Massa en la presidencia de la cámara de Diputados y colocarse en un lugar expectante de la cadena de sucesión. Los voceros opositores, tanto entre la dirigencia política como en los medios, ya comenzaron a cuestionar, con más o menos sutileza según el caso, la idoneidad de Fernández para concluir su mandato, al que le quedan veinte difíciles meses. Renunciar a la unidad, en este contexto extraño y violento, es abrir una caja de Pandora. El fracaso del Frente de Todos, si es completo, no solamente compromete al peronismo en las próximas elecciones sino que lo pone al borde de un abismo similar al que se tragó a la UCR en 2001; desde entonces no volvieron a tener un candidato presidencial competitivo.

Si el Frente de Todos está roto y el peronismo no puede permitirse fracasar, la única alternativa es dar vuelta la página y empezar de nuevo, haciendo las cosas mejor. Después del FMI, el peronismo está obligado a renegociar otro acuerdo: el que tiene consigo mismo y con su base electoral. No el Frente de Todos. Otra cosa parecida, pero mejor. Esta vez no puede ser un pacto entre dos personas en una habitación sino que tiene que hacerse de frente a la sociedad. Deberá reconocer lo hecho hasta ahora como algo consumado pero también establecer en adelante un sistema de toma de decisiones, particularmente respecto a la materia económica, que incluya a los socios mayoritarios de la coalición. Las condiciones para hacerlo están: en este contexto, hasta los sectores más conservadores de la CGT apoyan la suba de retenciones y la regulación del mercado alimenticio.

Si la reciente declaración en sede judicial del exministro de Trabajo bonaerense Marcelo “Gestapo” Villegas, que dio detalles sobre cómo el espionaje y la persecución se digitaban desde el despacho de Mauricio Macri en la Casa Rosada, no alcanza para señalarle al peronismo dónde está el peligro más acuciante; si el miedo a la cárcel o al ostracismo político no es suficiente; si no alcanza siquiera con la responsabilidad por el bienestar de 50 millones de argentinos cuyo destino quedará truncado cuando el país vuelva a hundirse en otro ciclo neoliberal; esta semana, el jueves 24 de marzo, la sociedad argentina volverá a salir a la calle, después de tres años de paréntesis pandémico, para pedir Memoria, Verdad y Justicia, para decir Nunca Más, y, si es necesario, para recordarle a sus dirigentes cuál es la verdadera línea roja que separa al país en dos.

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