El fracaso argentino contra la inflación ha tenido muchas caras. Y hubo quienes estuvieron muy cerca de transformarlo en éxito.

Raúl Alfonsín devaluó el peso, congeló los precios y el Plan Austral logró que la inflación amainara un par de años. Con la magia de 1 peso/1 dólar, Carlos Menem la llevó a cero por casi una década. Y Néstor Kirchner también la puso en un dígito con ayuda de la soja hasta que, para prolongar el milagro, se le ocurrió meter mano en el Indec y manipular los índices sin atacar el problema de fondo.

Pero lo que jamás había sucedido en la Argentina es que un presidente intentara bajar la inflación apelando a la superchería. Es el método que acaba de inaugurar Alberto Fernández. La frase “los diablos hacen subir los precios y hay que hacer entrar en razón a los diablos” pasará a la historia como uno de los hitos de la economía mundial. Ni Karl Marx, ni Adam Smith, ni Lord Keynes ni Thomas Picketty lo advirtieron. La culpa de la inflación es de los diablos y está autoconstruida en la cabeza de los argentinos. El plan esotérico de Alberto desafía los límites de la ciencia.

Entre el lunes y el martes, Alberto Fernández se reunió con los diablos para intentar un pacto contra la inflación. El primer encuentro fue en el gremio de Sanidad y el segundo en el centro Cultural Kirchner. En los dos casos había diablos de primera, segunda y tercera categoría. La artillería del Gobierno apunta contra los industriales de la alimentación y los supermercadistas como formadores de precios. Ellos son los diablos a los que busca retratar como culpables de una inflación que ya se proyecta a más del 60% anual y que va ganando el partido por goleada.

La segunda categoría de diablos la integran el resto de los empresarios, incluyendo al campo. “Ese palo no es para nosotros…”, se ríe Nicolás Pino, el presidente de la Sociedad Rural Argentina, cuando le mencionan la palabrita diablo. De todos modos, los productores agropecuarios no se la llevan de arriba. El secretario de Comercio, Roberto Feletti, los acusó de andar en camionetas 4×4 y de comprarse departamentos en Miami.

Se ve que el economista preferido de Cristina Kirchner no transita las rutas argentinas. Las camionetas de doble tracción son imprescindibles para entrar al barro habitual de los campos. Y que tampoco se preocupa por chequear las investigaciones judiciales. Si lo hubiera hecho, sabría que uno de los inversores argentinos más conocidos en Miami fue Daniel Muñoz, el secretario privado de Néstor Kirchner. De las 113 propiedades que detectó la Justicia luego de su muerte, 16 eran en la ciudad de los Heats y Gloria Stefan. Hombre de pasiones inmobiliarias, también compró dos departamentos en Nueva York, un desarrollo hotelero en Turk & Caicos y dos estancias en Santa Cruz. Porque en el corazón kirchnerista, siempre hay un rincón para la Patria.

La tercera categoría de los diablos son los sindicalistas, a quienes el Gobierno les está pidiendo un gesto para avanzar en un acuerdo de precios y salarios. Extraño porque, a excepción de una minoría gremial liderada por los Moyano (Hugo y Pablo), el resto preferiría ver al Presidente prevaleciendo sobre Cristina. “Hace tiempo que ya perdimos la ilusión con Alberto”, admite uno de ellos. Igual ponen la cara y esperan, como siempre lo han hecho, el desenlace de la batalla para decidir de qué lado se ubican.

En el encuentro con los empresarios y los sindicalistas tallaron dos funcionarios que intentan devolverle el protagonismo al Presidente. Uno es el ministro de Producción, Matías Kulfas, y el otro es el asesor estratégico del Gobierno, Gustavo Beliz. Ambos prefirieron dejar de lado la onda esotérica y se dedicaron a cruzar datos con los hombres de negocios para testear cómo quedaron los números de la producción después de la pandemia y antes de que llegue la tormenta del impacto de la guerra en Ucrania.

Kulfas y Beliz lideran una movida para aprovechar el efecto financiero del acuerdo con el Fondo Monetario y resucitar el proyecto de reelección de Alberto Fernández. “Son los últimos albertistas”, explica un colega del gabinete que se anota en el equipo de los que pretenden llegar, aunque sea de rodillas, a fines del 2023 por todo propósito. Ya se ha dicho en esta columna, pero conviene recordar la máxima que triunfa en los despachos de la Casa Rosada. “El problema del albertismo es Alberto”.

Muchos de ellos volvieron a recordarlo después de verlo al Presidente cerrar el encuentro en el CCK. “Hagamos una terapia de grupo y encontremos una solución en conjunto, como hizo Lennon (John) cuando le pidió al mundo que le de una oportunidad a la paz”, pidió Alberto en otra de sus temidas improvisaciones. En el silencio que se produjo, la transmisión oficial hizo un plano de Wado De Pedro agarrándose la cabeza. Afortunadamente, Paul McCartney jamás se enterará de nada.

No son buenos tiempos para hacer florecer al albertismo. Uno de sus socios fundadores, el canciller Santiago Cafiero, acaba de ser derrotado en las internas que el peronismo celebró el último domingo en algunos distritos del país. En San Isidro, territorio histórico de la familia, Cafiero cayó frente a la alianza que hicieron la senadora cristinista Teresa García y el dirigente Sebastián Galmarini, directivo del Banco Provincia y cuñado de Sergio Massa. Kirchnerismo y massismo unidos contra una fórmula del albertismo. Un fenómeno distrital que ha puesto a pensar a muchos en ese laboratorio del poder que es el peronismo.

Claro que, mientras el Gobierno intenta sacarle el jugo al acuerdo con el FMI, el kirchnerismo se pone en modo creativo y le agrega momentos únicos al país adolescente. Ahora es un proyecto nacido en el Senado, que empuja la legisladora Juliana Di Tulio, para cobrarles un impuesto del 20% a los argentinos que no declaren sus bienes en el exterior. Un objetivo que, apenas conocida la iniciativa, la oposición descalificó por inviable.

Un economista que suele asesorar al Gobierno lo explica así. “Es como querer cobrarle un impuesto a las personas por ser infieles; se recaudaría mucha guita porque hay muchos infieles, pero el problema es que nadie lo pone en su declaración jurada”. Con la experiencia que le dio su paso por el Gobierno en los años posteriores al estallido del 2001, José de Mendiguren pone las cosas en blanco sobre negro. “Es un blanqueo hecho y derecho”, define. Esa (blanqueo), es la palabra que omite el kirchnerismo.

La verdad es que, desde 1983 a la fecha, casi todos los gobiernos impulsaron blanqueos para mejorar la recaudación impositiva. Los más recientes fueron los dos blanqueos que impulsó Cristina, uno de ellos con el famoso CEDIN que permitía comprar bonos para la construcción con dinero no declarado. Y el otro fue el de Mauricio Macri, para financiar el pago de los juicios perdidos por el Estado a jubilados que no cobraban lo que les correspondía.

El problema de cobrarle un impuesto a personas que no declaran sus bienes en el exterior es justamente ése, que no lo declaran. Para acceder a esa información, lo debe plantear la Justicia a través del Banco Central, de las provincias o de las intendencias, de acuerdo a quien haga el reclamo. Los países no le entregan esa información a los gobiernos directamente para que no la utilicen con fines políticos. Precisamente, el proyecto kirchnerista amplía esa posibilidad a la Jefatura de Gabinete del gobierno y a la Comisión Bicameral de la Deuda Externa, organismos que están bajo sospecha de utilizarlo contra los adversarios del oficialismo.

En esa línea, EE.UU. no tiene acuerdos de intercambio directo de datos financieros e inmobiliarios con la Argentina, como sí los tiene con España o con Uruguay. Básicamente, desconfían de que esa información secreta sea usada para dirimir operaciones políticas. Es lo que hizo el kirchnerismo con datos personales del empresario Francisco de Narváez en 2009, cuando el ahora dueño de Walmart decidió lanzarse como candidato y enfrentar a Néstor Kirchner, elección en la que lo terminó venciendo.

El intercambio de esa información estratégica fue parte de la conversación que el lunes tuvieron Cristina Kirchner y el embajador de los Estados Unidos, Marc Stanley, quien la visitó en su despacho en el Senado. La vicepresidenta lo puso al tanto del proyecto que el kirchnerismo estaba instalando en el Congreso. El diplomático, en su cuenta de Twitter, hizo un resumen candoroso del encuentro. “Compartimos el amor por la familia, por nuestros países y por los chocolates patagónicos”, escribió Stanley.

Pero el análisis en el gobierno estadounidense y en las empresas de ese país con sede en la Argentina es mucho más crudo y realista. El martes, la AmCham (la Cámara de Comercio de EE.UU. en Argentina) emitió un comunicado de respaldo al acuerdo con el FMI señalando que los riesgos del programa acordado son “extremadamente altos” y que el gobierno de Alberto Fernández debe lograr “una consolidación fiscal creíble, discontinuar el financiamiento monetario del déficit fiscal, fortalecer el clima de inversiones y brindar un marco regulatorio más predecible”.

Eso no fue todo. En el párrafo final del documento de AmCham reclaman “un fuerte consenso político y social que involucre a todos los actores”. Una oración elegante para recordarle a Cristina que sus senadores y diputados votaron en contra del acuerdo con el Fondo Monetario que, en cambio, respaldaron los legisladores más cercanos al Presidente y los de Juntos por el Cambio.

Lejos de la formalidad de los tuits y los documentos, los representantes del poder en EE.UU. aseguran que estas contradicciones de la Argentina estuvieron por hacer caer el acuerdo con el FMI cuando se postergó su aceptación del 22 al 25 de marzo. Un funcionario argentino que participó de las negociaciones llegó a una conclusión demasiado inquietante.

“Lo llevaron a ese extremo para que nos quedara bien claro que están hartos de los incumplimientos de la Argentina”, fue la imagen que les quedó a los negociadores argentinos. Hartos es la palabra que mejor define la fotografía actual del país que se enamora de sus fracasos y adora caminar por la cornisa.

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