De los datos de un puñado pequeño de testigos que aseguraron que allí, en las afueras de la capital de Tucumán, había un pozo en donde los represores habían descartado centenares de cuerpos de detenides desaparecides, hasta la identificación de 117 personas que allí habían sido arrojadas pasaron 20 años y la búsqueda aún no termina. El Pozo de Vargas, la fosa común de la última dictadura cívico militar eclesiástica más grande hallada hasta el momento, volvió a ser noticia las últimas semanas tras la paralización de los trabajos de excavación por falta de pago a arqueólogos y ayudantes. La deuda del Poder Judicial con los expertos, que acumula más de dos años, estaría en vías de solucionarse, confirmaron desde el Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán. El grupo de profesionales confirmó que las tareas de mantenimiento del lugar continúan y que para llegar al final de la fosa es necesario poner en funcionamiento bombas extractoras de agua. Pero ¿cuánto más puede hablar el pozo?

El Pozo de Vargas es una de las evidencias más fuertes de la violencia y el horror de los crímenes del terrorismo de Estado. Hoy, y desde hace casi siete años, es un Sitio de Memoria: el cartel flanqueado por las palabras “Memoria”, “Verdad” y “Justicia” que indica que allí se cometieron crímenes de lesa humanidad durante el terrorismo de Estado fue inaugurado en 2015 en una de los perímetros de la finca de Vargas, como se conoce al predio en donde está localizada la fosa común.

Ubicado entre la capital de Tucumán y la ciudad de Tafí Viejo, es, literalmente, un pozo de agua que sirvió para alimentar de agua al servicio ferroviario que funcionaba en las cercanías y que, tras años de desuso, resultó útil para el genocidio desplegado en el país a partir de la segunda mitad de los años ‘70. Las tareas de excavación comenzaron hace casi 20 años y en la actualidad están frenadas a los 33 metros de profundidad. El terreno está lleno de agua y para llegar al final de la fosa se necesita quitarla, además de pagar los sueldos de las y los trabajadores dedicados a hacer que el Pozo cuente lo que sabe.

Es que hace algunas semanas se supo que el Poder Judicial adeudaba el pago a arqueólogues y demás trabajadores dedicados al Pozo de Vargas desde agosto de 2019. Primero en un hilo de Twitter y luego en varias nota publicadas en EldiarioAr, el periodista David Correa recogió el conflicto en torno al tema. “La deuda está en vías de saldarse y hay garantías de poner en funcionamiento las maquinarias específicas para continuar con las excavaciones y brindar condiciones de seguridad necesarias para llevar a cabo los trabajos”, aseguraron a este diario desde CAMIT.

En el colectivo calculan que restan excavar entre 6 y 8 metros para darle un cierre a la investigación forense de campo en el lugar: un trabajo que requiere además de bombas de extracción de agua, maquinarias que midan gases, máscaras para respirar, equipamiento especial para les qrqueólogues y ayudantes dedicados a excavar y recoger muestras, mecanismos de descenso y ascenso de las profundidades del pozo.

33 metros de verdades

La señalización del Pozo de Vargas llegó en 2015, el momento en que el espesor de los crímenes perpetrados allí quedó completamente al desnudo. Porque fue entre 2012 y 2015 cuando los hallazgos humanos en la fosa se multiplicaron: “Entre los 28 y 33 metros se encontró la mayor cantidad de restos humanos”, apuntaron desde el colectivo. En total y hasta ahora, el CAMIT conserva unos 37 mil segmentos óseos: de huesos enteros hasta pedacitos de huesos humanos. En casi 20 años de trabajo, además, recogió, analizó, catalogó y preserva restos de ropa y calzado y lo que llaman “elementos de contexto”, como proyectiles.

La identificación genética de los restos óseos la lleva adelante el Equipo Argentino de Antropología Forense, que hasta el momento contabilizó 148 perfiles genéticos de los que identificó 116: todas personas de Tucumán, Santiago del Estero, Salta, Jujuy, catamarca, Córdoba, Mendoza y Buenos Aires, secuestradas entre mediados de 1975 y 1978.

El primer cuerpo que logró identificarse gracias al trabajo de excavación y arqueológicos en el Pozo y los análisis genéticos del EAAF fue el del ex legislador Guillermo Vargas Aignasse, secuestrado en 1976. Fue en diciembre de 2011. El más reciente fue el de Ana María Rodríguez Belmonte, una estudiante de 19 años que fue secuestrada en Salta en 1976. Aún restan unos 30 que no coincidieron con ninguna muestra alojada en el banco de datos de la institución forense.

Sin embargo, llegar a estas revelaciones no fue rápido ni sencillo. Fue en 2004 cuando arqueólogues que trabajaban en el Pozo confirmaron que allí dentro, muy en lo profundo, había restos humanos.

Los inicios

Los trabajos de excavación en el Pozo de Vargas comenzaron a principios de 2002, a partir de los testimonios de Pedro Mercado, Juan Carlos Díaz y Santos Molina, dos militantes de los ‘70 y un vecino, que hablaban de un pozo, ubicado entre San Miguel de Tucumán y Tafí Viejo, en donde habían sido arrojados cuerpos de desaparecides. Hace algunos años, Díaz contó a un medio tucumano cómo obtuvo el dato de un militar de la zona, que le pidió plata a cambio de indicarle dónde estaba el pozo y finalmente confesó en una borrachera.

A partir de aquellos datos, familiares de víctimas y organismos de derechos humanos, militantes y sobrevivientes del genocidio comenzaron a reunirse para ver qué más se podía hacer con estos datos. “En estas reuniones está el origen y a ellas asistieron docentes y estudiantes de la Carrera de Arqueología” de la Facultad de Ciencias Naturales e Instituto M. Lillo de la Universidad Nacional de Tucumán, historiza Víctor Ataliva, integrante de CAMIT, en un documento académico en el que recorre la historia de la experiencia.

Radicaron una denuncia en la Justicia y obtuvieron una orden para inspeccionar el lugar: una finca propiedad de la familia Vargas, localizada en una zona rural a las afueras de San Miguel de Tucumán y en las cercanías de Tafí Viejo. “Había muchos testimonios de personas que hablaban de camiones que llegaban de noche a la zona y tiraban cuerpos, vecinos que decían haber visto movimientos extraños, apagones, oído algún quejido”, contó María Gloria Colaneri, especialista en Bioarqueología que integró el equipo de peritos desde los comienzos y hasta hace algunos años.

Los trabajos comenzaron con una revisión del terreno. La arqueóloga recordó que el dueño de la finca los despistó y les señaló otro lugar cuando consultaron por un pozo de agua, como referenciaban los testigos. “Nos quiso engañar”, indicó la mujer. Al verdadero pozo lograron identificarlo con la ayuda de un vecino, un hombre joven, que se ofreció a desmalezar y “justo liberó el lugar donde vimos una leve depresión, dijimos ‘tiene que ser acá’”, reconstruyó Colaneri. Cabe destacar que la impunidad aún regía en el país en relación a los crímenes de la última dictadura.

Las tareas del excavación en el pozo, una abertura realizada en mampostería de unos tres metros de circunferencia comenzaron lento, a fuerza de “cuchara y cepillo”, apuntaron les arqueólogos. Dos años después habían avanzado unos metros sin encontrar ningún resto que confirmara los testimonios. La Justicia comenzó a impacientarse. Entonces, la causa estaba en manos del juez Felipe Terán. El equipo de peritos decidió cambiar de estrategia:

“Se optó por una técnica proveniente de la geología, la utilización de una clapeta, una varilla de metal hueca que introdujimos en el pozo y extrajimos con una muestra del terreno por capas. En esa muestra aparecieron fragmentos muy chiquitos de huesos que luego identificamos como humanos”, recordó Colaneri. La causa, entonces, adoptó un nuevo impulso.

Hasta 2009, el equipo de excavación y arqueología –hasta entonces agrupado en Grupo Interdisciplinario de Arqueología y Antropología de Tucumán (GIAAT)– logró recuperar 22 restos óseos. A partir de 2009, ya conformado el CAMIT y con un nuevo juez en la causa –primero Mario Racedo y desde 2012, Fernando Poviña–, el panorama cambió, sobre todo a partir de que los trabajos obtuvieron recursos para poder llevarse a cabo.

Las tareas de les arqueólogues fueron ad honorem hasta 2009. A partir de entonces, comenzaron a recibir recursos anuales para maquinarias y mantenimiento, y a recibir pagos por las tareas de excavación, mantenimiento, arquelógicas, de identificación, conservación de muestras. Los pagos circulaban por una red burocrática que comenzaba en el Poder Judicial de Tucumán, pasaba por el Consejo de la Magistratura en Buenos Aires, y volvía a la provincia, antes de terminar en el bolsillo de les trabajadores. Los pagos sucedían tras una acumulación de varios meses de deuda, pero nunca se atrasó tanto como en esta última etapa. La pandemia, que mantuvo prácticamente paralizadas las tareas de excavación, contribuyó al descalabro. Les trabajadores, no obstante, garantizaron el mantenimiento del lugar y la conservación de las muestras.

Tras la difusión de la situación límite que tuvo lugar en las últimas semanas, tanto el Juzgado federal número 2 de Tucumán como el Consejo de la Magistratura aseguraron una recomposición de la situación. “Necesitamos llegar al final de las tareas para poder cerrar el trabajo de investigación, pero sobre todo para poder dar respuesta a los femiliares de las víctimas cuya esperanza depende de lo que pueda llegar a aparecer en los metros que faltan excavar”, apuntaron desde CAMIT. 

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